A gritar todo lo que tienes guardado ante un mar azul en
calma, donde el horizonte se confunde con el cielo. Gritar hasta desgañitarte
la garganta, vaciar de represalias el corazón, quedarte a gusto y acabar con
una sonrisa de satisfacción.
A lo que viene tras una noche de frío, en la que por mucho
guante de lana se te hielan los dedos, en la que por mucho abrigo los huesos se
te quiebran. Esas noches en las que la nariz desaparece y en las que solo se te
ven los ojos. Esas noches, tras las cuales el vapor de la ducha impide los
reflejos, en las que las mantas son el mejor invento del mundo y el calor
humano es una divina bendición.
A el primer día de playa, después de un curso agotador,
cuando te tiras en la arena con la sensación de que puedes hacer el vago sin sentirte
culpable. El sol calienta, y en cada gota de sudor se evapora poco a poco el
estrés acumulado.
A sexo de buenos días un domingo por la mañana, cuando
recién despiertos decidimos terminar de deshacer la cama. Cuando el desayuno sí
que sirve para reponer fuerzas, cuando las duchas, recién levantados, sí que
están justificadas.
A todo eso y mucho más.
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