miércoles, 27 de junio de 2012

Noches de Verano


No conseguía dormir, tenía el asfixiante calor de julio sobre su piel y se sentía pegajoso, sucio. Ni una mínima brisa entraba por la puta ventana. Con la persiana abierta podía ver la nube de mosquitos que rondaba la farola de afuera, con su deprimente luz anaranjada, parpadeante. Esa nube de mosquitos que lo acribillarían y que zumbarían en sus oídos en el momento en que cerrara los ojos.

No pudiendo dormir, dejó que su mente elucubrara sus fantasías más prohibidas. Un pensamiento pasó por su cabeza: ¿por qué no hacerlas realidad? Es impresionante lo que el calor combinado con una mente enferma puede llegar a crear. Podía oír los molestos y odiosos ronquidos de sus padres en la otra habitación, esa asquerosa banda sonora que había acompañado sus noches durante 33 años.

Se levantó y se dirigió a la cocina sin molestarse en buscar las zapatillas. Podía notar la suciedad del suelo adhiriéndose a la planta de sus pies. Un suelo que competía en inmundicia con los calzoncillos que lucía mientras caminaba lo más sigilosamente que su cuerpo obeso le permitía.

Su oronda barriga llegó a la encimera antes que sus pies. Examinó varias piezas del cuchillero y finalmente se decantó por el que su madre utilizaba para trocear el pollo. Con el acero en sus manos puso rumbo hacia el cuarto de sus padres, pero a medio camino una vocecita resonó en su cabeza:

-          ¡Piensa en lo que vas a hacer, inmunda bola de sebo!  
-          Es verdad, esto no está bien, esto no está nada bien – le contestó
-          ¡Claro que no está bien imbécil! ¿Qué crees que te harían cuando se den cuenta? ¿De quién sospecharan sino de un maldito desecho como tú?
-          Tienes razón, todo esto es una estupidez…
-          Sin embargo…Nadie echará de menos a la señora García. Nadie podría acusarte, nadie tendría pruebas…

Y la vocecita se calló. Se calló, pero ya había plantado la semilla. Una sonrisa se dibujó en la redonda cara de bobalicón mientras habría la puerta de la calle y subía las escaleras, a paso lento, tranquilo, sin pensar que cualquier vecino que saliera o llegara podría verlo, arruinando su plan. Pero ¿quién va a salir a las 4 de la mañana en una comunidad de vecinos con una media de edad de 70 años? Claro.

Ya estaba sudando cuando llego al tercero. Su corazón, tan grande como el de una vaca, latía con una fuerza desmesurada, y el aire entraba y salía entrecortado de su boca, pasando entre sus amarillentos e incompletos dientes. No sudaba, ni tenía taquicardia, ni respiraba así por los nervios, no. No estaba acostumbrado a subir tres pisos de escaleras.

Llamó al timbre una vez. Dos. Tres. Luego escuchó el rozar de las zapatillas de la señora García. Esa vieja bruja que una vez le tiró un cubo con lejía porque estaba jugando a la pelota bajo su ventana. Se sintió observado mientras veía el cambio de luces que se producía en la mirilla de la puerta.

-          ¡Pero que carajo! ¿Se puede saber que haces llamando a estas horas muchacho?
-          Lo siento señora García, es que mi madre está muy enferma, tiene que ayudarnos, no sabía a quién… - se vio interrumpido por el crujir de las bisagras. Estaba sorprendido de todo lo que había balbuceado sin pensar, tenía buenas dotes de actor.

En cuánto la puerta estuvo a medio abrir, la empujó con la fuerza que le daba su corpulencia, y entro con la escasa velocidad que esta le permitía. Cerró inmediatamente y se abalanzó sobre la anciana caída antes de que reaccionara y empezara a gritar. Asestó un primer golpe, luego otro y otro, hasta que sus flácidos músculos no le dejaron seguir.

Cuando acabó se detuvo a pensar en lo que había hecho y llegó a la conclusión de que se había puesto hecho un auténtico asco, así que se dio una ducha. Por el desagüe fluía la sangre reciente y la mugre acumulada de varios días sin darse una ducha. Mucho más tranquilo, cruzó el pasillo pasando por encima del cadáver con mucho cuidado de no pisar el creciente charco de fluidos. No quería dejar un rastro de huellas que llegará hasta la puerta de su casa.

Una vez en la cocina de su casa lavó y guardo el cuchillo en el cuchillero. Tanto ejercicio le había dado hambre, así que de vuelta a la cama engulló un bollo de crema que no llegó ni al salón. Totalmente relajado se tumbó en la cama, y ahora ni el sofocante calor de julio, ni la nube de mosquitos que se cebarían con su descomunal cuerpo podrían quitarle el sueño.

Con una disimulada sonrisa, nata en la comisura de la boca y abrazado a la almohada se dejo acunar por Morfeo. 

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