viernes, 10 de septiembre de 2010

Bajo una lluvia controlada

Jugando al gato y al ratón acabamos en la ducha, y de seguro que el ratón ya lo tenía todo pensado, porque sin decir nada, y no hacía falta porque hablaban sus pupilas, abrió el grifo y se encerró tras la mampara.
Mientras se le empapaba el pelo y el agua resbalaba por toda su fisionomía, yo me moría de celos de cada gota que bajaba por sus mejillas y se perdía en su pecho. Sólo quería bebérmela, sólo quería secarla a besos, cada rincón, cada poro.
“Déjame entrar”, supliqué, pero ella se limita a negar con la cabeza mientras me come con la mirada y se muerde el labio inferior. “Déjame entrar o soplaré y soplaré hasta derribar la puerta”. La risa tonta siempre ha sido mi don, y por fin me abre las puertas de ese momentáneo paraíso. Somos arquitectos, construimos un paraíso en cada rincón, paraísos tan simples como el asiento trasero de un coche, una cama individual o una ducha, pero al fin y al cabo paraísos.
La beso, me besa, nos besamos. Continúa su camino por mi resbaladizo pecho y se arrodilla. No es la humedad de la ducha lo que siento, es la de su boca, su lengua y sus labios, mis dedos enredados en su pelo rebosando agua, rebosando sensualidad. Para, me mira inocente y sonríe, definitivamente es el paraíso. Se incorpora y jugamos a herir sensibilidades.
Salimos, rodeados de vapor de agua, entre roce y beso nos secamos, no nos hacen falta toallas, no tenemos tiempo para tonterías, el amor se puede hacer estando mojado.
Ya estamos limpios para seguir haciendo cosas sucias.

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